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Para bien o para mal, Fidel Castro fue un referente histórico tanto en nuestra región como fuera de ella. A pocas horas de su muerte, persiste la disputa entre aquellos que lo idolatran como un héroe revolucionario y aquellos que lo perciben como un tirano narcisista. Pero ese debate no es el que se da en Cuba. Poco cambia si se discuten las virtudes o los defectos  del  hombre que lideró la revolución cubana por 57 años, cuando las verdaderas interrogantes  se centran en su legado y en cómo éste afectará  el futuro de la isla en un mundo en plena transformación. Un mundo que, ya antes de la muerte de Fidel,  estaba en pleno proceso de cambio. Un mundo dónde resurge la disputa sobre los alcances y el sentido de la globalización, dónde triunfan el Brexit y Trump y resurgen los nacionalismos proteccionistas, y dónde el mundo atlántico (y especialmente sus economías) se eclipsa para dar paso a nuevos protagonistas como China y el Asia Pacífico.

Más allá de su peso simbólico, en Cuba, y pese a la actualización del modelo económico y social, Fidel representaba a algunos de los sectores y posiciones más conservadoras de la elite política de la isla, en frecuente tensión con las aspiraciones de su hermano y sucesor Raúl Castro. Sectores que lideraron la revolución, que materializaron algunos de sus logros a costa de otros y que han dificultado la emergencia de una nueva generación de líderes que asuman la herencia del proceso y que den continuidad y profundidad a esos logros y al actual proceso de actualización y de modernización del modelo. La muerte de Fidel, en consecuencia, puede constituir una ventana de oportunidad para que Cuba pueda profundizar su proceso de transición, se abra más y se inserte mejor en el nuevo mundo, manteniendo algunas de las banderas históricas de la revolución para actualizar, modernizar y darle continuidad al actual sistema político cubano.

Sin embargo, probablemente el mayor problema que enfrentan quienes, en el seno de la elite cubana, están comprometidos con el modelo de actualización económico no es su contenido, ni las ideas que lo sustentan, ni la oposición de los más conservadores, sino el timing. En parte, la actualización apunta a modificar y a ampliar las relaciones externas de la isla, a atraer inversiones y comercio  para impulsar su desarrollo, y a abrirse, así fuera parcialmente, a las fuerzas del mercado. Cuando el 17 de diciembre de 2014 se anunciaron las conversaciones orientadas a la normalización de las relaciones entre  Cuba y los EEUU, nada indicaba que Trump sería el próximo presidente estadounidense, ni que buena parte del mundo occidental estaría dando un viraje hacia la derecha nacionalista, conservadora y proteccionista.

La resiliencia de Cuba se ha basado históricamente en su capacidad para adaptarse a entornos internacionales cambiantes. Ante un Trump proteccionista, y posiblemente hostil a mantener los avances logrados por Obama y Raúl Castro, puede que la ventaja del gobierno cubano no se encuentre en la voluntad de las nuevas generaciones de avanzar hacia un país más integrado con el mundo, sino en su larga experiencia como un país que logró crear una burbuja en un mundo globalizado.

Es así que mientras que el mundo se debate entre los balances apologéticos y entusiastas y las apreciaciones negativas sobre el rol y la figura de Fidel Castro, en Cuba el gran desafío ya no está en el pasado, con sus pros y sus contras, sino en cómo utilizar un legado para construir el futuro.  ¿Qué es lo que se vislumbra en un horizonte sin Fidel pero con Trump presidiendo los Estados Unidos? ¿Podrán las nuevas generaciones llevar a Cuba por un camino de cambio en el que se abre al mundo mientras se protege el ideario de la revolución? ¿O será esta una etapa en la que Cuba se verá forzada a aislarse en el marco de un contexto internacional cada vez más hostil a la globalización y cada vez menos pendiente de la revolución que transformó la isla?